Relato #1

La poeta soñadora


Desde que podía recordar, Lucía esperaba ansiosa que llegara la noche para que su padre le recitara los versos sublimes de aquel libro viejo y polvoriento que había heredado de su abuela. La masculina voz de su padre parecía transportarla a esos mundos con hadas, reyes y princesas rebeldes que desafiaban las órdenes de los reyes y con los que plácidamente dormía.
Aquella noche, permaneció despierta esperando, pero el peso de sus párpados terminó venciéndola y, finalmente, se quedó dormida abrazada a su viejo poemario. El olor a cuero que desprendía la tapa del basto libro la reconfortó como si fuese su padre quien la abrazaba y la acurrucaba suavemente.
Cuando abrió los pesados ojos somnolientos, Lucía se encontraba en un lugar que le resultaba familiar, pero tenía la extraña sensación de no haber puesto un pie allí nunca. De repente, frente a ella empezaron a desfilar majestuosos elefantes ataviados con coronas de oro, sedas rosas, azules y amarillas como el sol. Se hallaba entre una gran multitud que gritaba al unísono «viva la princesa Margarita». Entonces, centró su atención en una niña pequeña de hermosos rizos rojos como besados por el fuego que desfilaba orgullosa portando un reluciente broche en su pecho. La princesa estaba custodiada por dos colosales dragones cuyos fieros hocicos respiraban fuego. Lucía se estremeció al mirar fijamente a los ojos de una de las bestias que parecía odiarla.
El desfile estaba amenizado con una banda sonora digna de la realeza: sobre una de las carrozas cinco damas tocaban con elegancia el arpa, acompañadas por un coro que parecía acariciar el aire con sus finas y delicadas voces.
Cuando la Princesa Margarita llegó frente al Rey, Lucía se dio cuenta de que todo este espectáculo se debía a que habían organizado un juicio para la Princesa por el robo de una estrella. El cortejo y la música se detuvieron, los dragones levantaron ligeramente el vuelo hacia las torres guardianas del castillo y todo se envolvió en un silencio aterrador. Lucía temía por lo que le pudiera pasar a Margarita y sentía que debía decir algo en su defensa. En su interior, sabía, de alguna forma, que la princesa no merecía ser juzgada por ello, pues fue Dios quien la invitó a coger la estrella. Él se la regaló. El Rey debía saberlo.
La oscuridad de la noche se veía solo iluminada por el camino de antorchas por el que minutos antes había desfilado toda la corte. Presidido por el Rey, el juicio comenzó. Margarita, frente a él sin un atisbo de culpabilidad, jugueteaba con sus rizos de forma algo nerviosa. Su padre con furia por la travesura la condenó a devolver la estrella a su sitio o sería encerrada en una de las torres hasta que fuera lo suficientemente mayor para poder escapar por sus propios medios. Margarita solo pudo decir en su defensa que aquella estrella era un regalo del Señor para ella y que no iba a deshacerse de un tesoro como ese. Su padre no la creía y con mucha ira por la inconsciencia de su pequeña, ordenó prenderla y llevarla a la torre inmediatamente.
Lucía no podía creer que el Rey fuera tan injusto y corría a través de la multitud para alcanzar a Margarita y al rey cruel y descubrir la verdad. El camino se hacía cada vez más largo frente a ella con cada zancada que daba, impidiéndole llegar a su destino. Margarita caminaba cabizbaja por donde había venido, cuando de repente el cielo se iluminó cegando a los allí presentes. Lucía se detuvo aliviada y atentamente escuchó como la fuerte voz de Dios resonó descubriendo toda la verdad logrando que se indulte a la princesa.
Lucía abrió los ojos sobresaltada, sudado y algo pálida. Su padre la estaba mirando atónito y con el amor que lo caracterizaba, la tranquilizó y le dijo que todo había sido un sueño y que ya había pasado. La dulce niña le contó a su padre lo que acababa de vivir en sus sueños. Él pensó un momento y le dijo que todo eso le era muy familiar, como si también lo hubiese soñado. Inmediatamente, buscó en las páginas del libro al que aún se aferraba Lucía y allí estaban los hermosos versos de Rubén Darío protagonizados por Margarita y su hurto.
Desde ese preciso momento, Lucía le rogó a su padre que no dejara de leerle poesía y le prometió que cuando fuera mayor sería ella quien se la leería a él, pero que le leería sus propios versos, versos que ella misma crearía.
Y así fue, Lucía escribió un sinfín de rítmicos poemas inspirados en aquellos con los que soñaba cada noche de su infancia y con ellos iluminaba la vejez de su padre, quien esperaba impaciente a que llegara el fin de semana para que fuera a visitarlo a la residencia donde, durante unas horas, volvían a ser él y su niña.

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